Descripción
Bajo un árbol de tejocotes
Historias breves de amor y amistad que unen a personajes femeninos de diferentes generaciones. Cinco capítulos, cada uno relatando las emociones y vivencias de mujeres fuertes que han sabido seguir adelante a pesar de mil dificultades. Cinco mujeres y un mágico árbol de tejocotes que las une como una gran familia.
Fragmentos
Capítulo I. Valeria
Todo lo que he buscado ha estado siempre dentro de mí. Yo soy mi búsqueda y mi llegada.
Anhelar lo que se encuentra fuera de mí, no es otra cosa que desconocerme a mí misma.
Un estudio de baile grande, con pisos de madera clara. Dos sillas al centro. Victoria, una joven escritora que está realizando un estudio sobre mujeres, ha sido citada en este lugar por Valeria, a quien le va a realizar una entrevista.
Valeria mira sus zapatillas blancas, junta sus pies buscando pararse en el centro de aquel estudio y, mirando hacia el alto techo, comienza a hablar. — Era pequeña, pero la más alta de todas. De flecos, me recuerdo muy bien. Y con una media sonrisa entre mordida. ¿Sabes?, mostraba sólo los dientes de arriba y mordía mi labio de abajo cuando sonreía. No sabía controlar mi alegría a esa edad cuando la sentía.
Valeria continúa hablando mirando fijamente a Victoria. —Esa guardería de sillas rosas, moños blancos y faldas a cuadros; siempre han sido los mismos en la pared. Un pollo, el elefante, la rana, el conejo, el gato, un puerco y el pez. Quizá algunos más, pero ésos siempre. El pollo en mi salón era morado, así lo recuerdo. El color favorito de mi hija. No era el mío. Yo no lo tenía entonces tan claro como ella. Ahora sí lo tengo. Sé que es el verde.
Valeria sonríe acentuando leventemente la cabeza.
Valeria comienza a caminar de lado a lado del estudio, haciendo puntas con sus zapatillas blancas mientras sigue con su relato. —Esa pregunta que te hacen en todas las guarderías, fundamental. “¿Cuál es tu color favorito?” El detonante de la primer búsqueda: La de la individualidad.
Valeria hace una pausa y se detiene al llegar a una esquina del estudio. —Después, me quité el fleco. Un día me corté pelo, luego lo volví a dejar crecer. Lo teñí de rubio, más rubio, de vuelta a mi color original negro, hasta de anaranjado creo que lo tuve. Y con eso, me enteré que había llegado la pubertad…
Capítulo III. Elena
Que no muera el recuerdo. Que si algo muere, que sea mi cuerpo.
Porque se vive y se siente aún sin un cuerpo.
No moriré si me recuerdas. Si lo que viví contigo aún lo sientes, yo ahí, contigo, me quedo.
A mí que me cuiden mis muertos. No hay cosas más linda que saber que ese sonido de un pájaro puede ser ella. Que, cuando me acaricia el pelo el viento, pudo también haber sido ella. A veces, me quedo en completo silencio tratando de escucharla. De buscarla en algún y en todos lados. Otras veces, cuando percibo un olor o escucho algo, allá afuera, que me parece parecido a ella, me pongo a hablar quedito y despacio. Es para ver si así alcanzo a escucharla y de una vez por todas la encuentro. Imagino mucho y con frecuencia que me envía señales. Sobre todo cuando me ocurren las mejores y las peores cosas de la vida. Así la lección se hace menos dura y el éxito más placentero. Como si fuera ya cosa del destino.
Reconstruyo memorias a su lado. Una muñequita india, con vestido rojo y trenzas negras que algún día me regaló. Qué pena no conservarla. Ese afán por crecer con tanta prisa, me hizo algún día olvidarme de ella. Es ahora que la extraño, y mucho. Espero esté hoy con alguien que la quiera.
Le gustaban también las piedras que venían del mar. El hombre no es capaz de hacer un trabajo así de hermoso. Siempre se le cruza el deseo, lo testarudo, decía ella. Tenía una piedra muy linda. Apenas estaba pintada de morado, pero, era más blanco que otra cosa y, con olor y sabor a mar. La probé varias veces. Emilia era veracruzana, quizá de ese mar la sacó y se la trajo. Yo me quedé con ella, con la piedra, quiero decir, cuando Emilia murió. Era pesada, cortada casi en forma de un triángulo, y brillaba. Yo la guardaba dentro de la puerta de un pequeño buró color marrón que estaba junto a mi cama. Tenía la figura de un alcatraz en la puerta. Me gustaba ver y tocar esa piedra morada y blanca, pero no me gustaba que nadie más lo hiciera. La celaba. Igual que lo hacía con ella cuando vivía…
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